domingo, 5 de octubre de 2008

HABITANTES MENTALES

Llegó el otoño y con él llegaste tú. Yo estaba esperando en el andén norte de la estación de Atocha. El enorme reloj circular que pendía del techo indicaba que el tiempo se había adelantado diez minutos respecto a la hora prevista de llegada. Un estrepitoso pitido marcó la entrada del tren en la estación y detrás de un cristal caprichoso, ahí estabas tú. Cuando por fin se abrieron las puertas, un soplo de aire fresco hizo tambalearse a mi corazón. Por fin, después de una larga separación, volvíamos a encontrarnos y aunque la distancia que nos separaba era mínima, sentía que nunca habíamos estado tan alejados como ahora. Nos fundimos en un abrazo y un beso. El abrazo puso en marcha el mecanismo de mis sentimientos y el beso sirvió para sincronizar mi alma con la de los esquimales del Polo Sur. Después yo recogí tu maleta y ambos caminamos hacia la salida. Tu equipaje no pesaba mucho. No obstante, era muy voluminoso. Dentro de él, estaba la manta de colores amargos que dibujaste para mí, los poemas que te escribí, cuando perdiste a tu madre, aquel fatídico día de marzo del año 2004 y una flauta dulce, cómplice de tus labios noctámbulos, que hacía florecer sonrisas en los rostros de los más tristes y apenados. Cuando llegamos a la parada del autobús empezaron a caer hojas caducas de los pinos que oprimían la marquesina. Una de ellas tuvo la fortuna de posarse en tus cabellos, a los que se aferró con fuerza para ser, más tarde, separada por una corriente de aire otoñal que se abrigó en tu garganta. Durante el viaje a casa, posaste tu cabeza, aturdida por el cansancio, en mi hombro dolorido. Sin embargo, las palabras no se atrevieron a salir de mi boca y tus pensamientos corrieron eléctricamente rumbo a mi cerebro. Fue entonces cuando me di cuenta que ya no estaba dentro de ti, sino fuera de mí. Y quise rastrearme por las autopistas de tu memoria y competir en carreras contra tus alocadas neuronas que me llevaron a callejones sin salida, con paredes decoradas con grafitis cubistas. Pero lo peor estaba aún por llegar. Como no encontraba el camino de vuelta al punto de partida, tuve que hacer autostop y fui recogido por una camioneta de pensamientos propios surfistas, que se dirigían al Mar de los Sueños. Ellos me revelaron cuáles eran tus temores, intenciones y metas vitales. Finalmente, alcancé a comprender algo que sospechaba desde un principio: me habías encerrado en el baúl del olvido a expensas de recibir una recompensa por mi liberación. Les pedí a tus sueños que me dejasen en el primer casino que encontrásemos en la carretera. Una vez allí, me dirigí a una de las mesas de juego y aposté todos los recuerdos que conservaban de ti a un número imaginario primo. La suerte no estuvo de mi lado ni tan siquiera del tuyo porque abandoné el casino sin poder desprenderme de ellos. Junto al casino, había un pequeño motel. Alquilé una habitación a cambio del recuerdo que tenía de un billete de cinco euros y pasé toda la noche frente al televisor informándome de las previsiones de pensamientos para el fin de semana. A la mañana siguiente, me despertó el sonido del teléfono. Al descolgarlo puede reconocer tu voz. De repente, mis ojos se abrieron y percibí que continuaba sentado en el autobús, junto a ti. Había llegado a nuestra parada y teníamos que bajar. Durante el camino a pie hacia mi casa, me detuve frente a ti y te pregunté mirándote fijamente a los ojos:
- ¿Quién soy yo?
A lo que tú respondiste:
- No lo sé, pero creo que eres parte de un sueño.


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