miércoles, 27 de septiembre de 2006

HISTORIAS DE ALTA MAR

Pablo era un chico humilde, hijo de una familia de pescadores de Almería. No tenía hermanos y desde pequeño le tocó vivir una infancia muy dura. Su familia vivía a duras penas con lo que sacaban vendiendo el pescado en la lonja del puerto o yéndose a trabajar con otros barcos, cuando las vicisitudes de la vida le obligaron a vender la pequeña embarcación que poseían. Pablo nunca tuvo regalo de reyes o de navidades como los otros niños. Su madre se excusaba diciendo que se había olvidado de dejar la ventana abierta para que entrasen los camellos. No le gustaba ir al colegio y cuando hacía novillos se escapaba por la calle de Granada hasta llegar a La Alcazaba. Desde allí podía ver a los barcos alejarse y soñaba con tener algún día su propio barco y así ayudar a su familia a vivir mejor. Cuando cumplió los quince años dejó definitivamente la escuela y se fue a trabajar con su padre a los caladeros de África. Un día quiso la mala fortuna que les sorprendiera una tormenta en alta mar. Un fuerte oleaje hacía tambalearse a la embarcación en la que viajaban. Finalmente ésta naufragó. A Pablo lo rescató un buque alemán, que volvía de Chipre, frente a las costas de Argelia. Del resto de la tripulación no se supo nada hasta el día de hoy. Aquello resultó un gran varapalo para él. Ahora tenía que ocupar el lugar de su padre como cabeza de familia y llevar dinero a casa para poder sobrevivir. Pero él no se desanimó y se supo rápidamente a trabajar día y noche durante los siguientes cinco años. Durante estos años apenas pudo gozar de la estancia con su madre, Rita, y sus abuelos, Nico y Micaela, a los que apenas veía. Nico era una persona muy agradable. Le gustaba contar historias sobre los años en que había estado surcando los océanos cazando tiburones y ballenas. De hecho le faltaba una pierna de un percance que sufrió con un cetáceo en los mares del Ártico. Pero la sonrisa era una de las cosas que nunca se le borraban del rostro. Micaela era muy buena cocinera. No en vano, cuando era joven había prestado sus servicios en la cocina de la casa real de Alfonso XIII. Le preparaba a su nieto unos deliciosos pastelitos de crema y chocolate que su madre ponía en la bolsa de la comida que Pablo se llevaba cada día. Los años transcurrieron silenciosamente y llegó el día en que Pablo pudo reunir el dinero suficiente para comprar su propia embarcación. Los años venideros fueron muy fructíferos y con todo lo que pudo ahorrar consiguió salir de la pobreza y tener toda una flota de barcos. Decidieron entonces mudarse e irse a vivir a una gran mansión en el centro de Almería. Una noche cuando Pablo regresaba de revisar sus embarcaciones en el puerto vio a una chica que caminaba descalza por la arena de la playa. Se acercó a ella movido por la curiosidad y la belleza ajena. En aquel preciso instante nació el amor y desde entonces ambos no se volvieron a separar. Y cada noche bajo la luz de la luna renovaban sus votos de amor amparados por la infinita bóveda celeste. Hoy día, Pablo es un hombre muy feliz. Vive aún con sus abuelos, madre y esposa. Hay veces que se pone triste cuando se acuerda de su padre y de todo lo acontecido en los malos tiempos, pero ahora ya no es él el centro de su familia. Un nuevo miembro acaba de llegar y Pablo sabe que ahora sí vendrán los camellos a través de la ventana.


1 comentario:

virginia dijo...

Aquí sí me sorprendiste, una historia que habla de mi ciudad y sus gentes.unbesode1almeriense.

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